Subway

Horas intempestivas. Rechinan las ruedas de dos enormes maletas en la acera. Mientras, la ciudad dormita acunada por una luna pálida, una enorme uña que alguien ha instalado en el horizonte de la noche y que flota y nos alumbra levemente. Seguimos avanzando, meditabundos; un paso tras otro, así nos vamos alejando del #214 de Devoe Street, y parece mentira que hayamos vivido en él. Una última mirada atrás–ella lanza un beso con las manos en dirección a la casa, y el beso queda suspendido en el aire frío de Brooklyn y luego se congela en mis retinas–, un puñado de recuerdos se enmarañan en alguno de los hemisferios de mi cráneo. Torcemos a la derecha por Humboldt Street, después bajamos por Metropolitan, la avenida parece infinita. Un hombre negro sale de su casa, se sube a un Chevrolet y después desaparece. Las maletas avanzan tras nuestros pasos, y las ruedas se arrastran por el pavimento, inquietantes y enfermizas. Si pudiera hablaría. Tendría que hablar alto para que ella me entienda, por culpa de las maletas. ¡Viejas maletas! ¿Qué queréis de mí? ¿Volverme loco? Pero de todos modos no puedo articular palabra; mis labios permanecen sellados desde que sonó el despertador, y mi lengua cosida al paladar con un hilo invisible. Serán los nervios, siempre lo mismo. ¡Jodidos nervios! ¿¡Queréis volverme loco!? Y llegamos a la boca del metro. Me gusta el letrero: SUBWAY. Bajamos las escaleras cargados con el equipaje. En los raíles del metro una rata enorme se entretiene con una bolsa del Donkey Donuts. Enseguida estamos en marcha. Al otro extremo del vagón cabecea un vagabundo, y una corriente de aire emponzoñado atraviesa mi nariz como una bala del calibre 44. Comento la jugada. ¡Puedo hablar! ¡Al fin! Tenemos que hacer trasbordo en Broadway Junction –le señalo a P la parada, con el pulso tembloroso, en el mapa–. Y cogemos el último metro, el que nos conducirá al aeropuerto, exhalando el último aliento del sueño americano. Asomo la vista por la sucia ventanilla y veo luz y oscuridad y más luz y más oscuridad. El movimiento... la velocidad ahora me produce vértigo. Mentalmente me asomo a la ventana de la casita de madera que acabamos de abandonar, y empiezan a fluir otras imágenes: edificios, automóviles, huellas en la nieve…imágenes teñidas de gris, banales, tal vez. Pero ese ejercicio de observar y trocear las cosas en su más nítida realidad, esa exploración de lo cotidiano, me reconforta. Todo lo cotidiano oculta algo extraordinario, leí una vez no sé dónde. Ya en el aeropuerto, hecha la facturación de las maletas, P y yo nos sentamos a esperar el embarque del vuelo con destino a Madrid. Deposito un Diazepan 5mg y medio Atarax bajo mi lengua, y mientras se deshacen, hablamos de cualquier cosa. Nos espera un largo viaje –dice P, suspirando–. Cruzo los dedos para que esta mierda me haga efecto cuanto antes –le digo señalando la cajita de los fármacos–. Me aterra viajar en avión, el hecho de sobrevolar las nubes en ese pajarraco mecánico y desproporcionado... ¡Dios mío! ¡Soy un animal terrestre! Y en ese pajarraco de Aerolíneas Japonesas no estaremos cómodos, no estaremos seguros, y habrá niños que no podrán estarse quietos o que replicarán a sus madres, siempre hay cosas de ese tipo. Incluso la forzada amabilidad de las azafatas de vuelo me resulta algo molesto, y hasta cierto punto, sospechoso, y al igual que aquellos niños, tampoco yo sabré comportarme como es debido; seré presa del pánico, y una vez hayamos despegado y desabrochado los cinturones de seguridad, bajaré la cabeza apoyándola sobre las piernas de P, con la mano derecha hundida en el pecho controlándome el ritmo cardiaco, verificando que a pesar de toda la angustia, el motor aún sigue en funcionamiento. Notaré ese fuerte dolor torácico y el cosquilleo en los brazos (un ejército de hormigas invasoras en mi cuerpo), y entonces pesan, los brazos, como si mi sangre fuese un rio lleno de pedruscos, un rio inamovible, donde un monstruo traicionero lucha junto a las hormigas por no hundirse, ese monstruo que un día soñaste que se colaba por los poros de tu piel, ahora nada en el rio espeso de mi sangre, y cada brazada del monstruo es un puñetazo que encajo como buenamente puedo, agarrado a la falda de P (que aunque ahora parece mi madre, en ningún momento ha dejado de ser mi chica), y estallo en un llanto horroroso que al final es como un salvavidas. ¡Japoneses hijos de puta! ¡Me cago en vuestros aviones de mierda! ¡Que venga un médico o un cura! ¡Me estoy muriendo, hijos de puta! –pienso–. Pero ese es el camino equivocado, hay que pensar que todo es mental (hay que pensar, como si fuese fácil en esos momentos), que ese dolor fisiológico es miedo, sólo eso, y respirar suave y acompasadamente para evitar la hiperventilación. P me acariciará el pelo pero al principio no servirá de nada, porque nada podría ayudarme, y menos cuando empiezo a imaginar cosas raras: que el piloto está borracho, que su mujer ya no lo quiere, que entre ceja y ceja, al piloto, le ronda la idea demencial de estrellar el avión contra su propia casa, donde probablemente a esas horas su mujer esté acurrucada en los brazos de otro hombre, susurrándole obscenidades o babeando, simplemente. Más tarde, las pastillas harán su trabajo, y el viaje empezará a parecer un viaje, alejándose poco a poco del infierno, y también de Nueva York, qué ciudad tan increíble. Estamos volviendo a la realidad. No digo que pueda sentirme completamente tranquilo, pero sí lo bastante como para incorporarme en el diminuto asiento de los japoneses; incluso podría atravesar la ventanilla, con los ojos como platos, y echar un vistazo a la inmensidad del cielo, donde se dibujan señales como un milagro. Pediremos vino y algo de comer. Y en cuanto las ruedas del avión toquen suelo, en mi fuero interno habrá una fiesta. No importará el cansancio. Será una fiesta por todo lo alto. Madrid, tierra firme, hemos llegado sanos y salvos. No nos quedaremos mucho tiempo... ¡Tanto da! ggggggggiiii No os asustéis de este gruñido que emerge de mi garganta... gggggggguuu sólo es un viejo truco para desentaponarme los oídos. La cinta mecánica como un carrusel, no deja de dar vueltas. ¿Recuperaremos las maletas? No me importa en absoluto. Lo que quiero es coger el metro, en Barajas. El metro. Qué lentitud si lo comparas con el de La Gran Manzana. Pero da lo mismo. Viajar en metro es bien distinto. Después tomaremos un autobus hasta Valencia, pero antes, unos bocadillos de jamón con tomate por favor.
Mira. El sol parece uno de tus mofletes, cuando estabas amarillo,
en el avión –dice P con una sonrisa perfecta–.
Se me ocurrió disparar una foto al sol, qué tontería más grande. Por mis mejillas se deslizaron unas pocas lágrimas, como si el sol fuese una cebolla. Estaba contento de verdad.

Espejos

Febrero de 2009. Ha llovido bastante desde la última carta que te escribí. Me parece una idiotez enviar cartas sin destinatario, acabarían en la papelera de la oficina de correos. Pero hoy necesito contarte algo, y una vez lo haya hecho, destruiré o acabaré tragándome mis palabras, te lo prometo. Y no sabes cuánto me alegro de que ya no estés aquí, porque no te gustaría ver cómo han ido las cosas últimamente. Las tormentas y el viento, girando en torno a la casa, han arrasado con casi todo. Yo, en realidad, también me fui, aunque siga caminando descalzo en la noche, pisoteando los pedazos de cristal esparcidos por el suelo de todos los espejos que se rompieron, me fui detrás de ti, porque en cada trozo de cristal aparecía tu imagen y yo me abrazaba a los cristales y luego sangraba feliz. A veces también aparecía mi propia imagen en esos cristales y entonces me veía a mí con la mirada esquiva, huidiza, o por el contrario, con unos ojos brillantes de amenaza. Me sentía como un boxeador peleando contra su sombra, encajando sus puñetazos. Así que salí a buscarte por la costa entera, sin éxito. Pensé que nunca más podría tocarte o estrecharte entre mis brazos (lo pensé porque lo sabía), y a pesar de todo te busqué. Y ahora estoy sentado en las rocas de una playa desierta, los pies postrados en la arena blanca, los ojos vertidos en el agua del mar o en un sueño salado donde las olas son espejos que me devuelven, una tras otra, cada una de las imágenes que ya me mostraron los cristales rotos de nuestra casa. Y yo las miro (¿qué podría hacer si no?), y esa repetición de imágenes acaba por mezclarse en mis sesos y en ocasiones se presentan nítidas, vivaces, pero también aparecen otras borrosas, que se apagan entre las olas del mar; siempre son personas que conozco, que intentan acercarse y decir algo o alejarse para no escuchar. Pero sobre todo somos nosotros, que estamos pero no estamos (o no sabemos dónde estamos), que somos mucha gente y no somos nadie. Podemos permanecer callados dejando que el tiempo se consuma y la locura se consuma, pero yo prefiero seguir hablando solo y buscarte donde no pueda encontrarte para no quererte tanto.

Cadáver (1)

A penas pronunció unas palabras, o tal vez fuese un temblor procedente de algún punto oscuro e impreciso de su estómago, un quejido visceral; pero a Kori le pareció que aquel hombre gordo y harapiento, tendido en mitad de la calle y en mitad de la noche, dijo alguna cosa; aunque no pudo entenderlo (parecía un extraterrestre murmurando un idioma extraterrestre), le dio la sensación de que esas palabras incomprensibles denotaban angustia o dolor o desesperación. Kori se detuvo sin dejar de mirar al hombre, que ahora estaba callado, estático, e imaginó que quizá fuese extranjero, alguien que había planeado deambular por el mundo como una bola de pelusa gigantesca rodando hasta los confines del planeta; un mendigo extranjero que había enfermado en el camino, pensó: alemán o polaco, y luego: noruego o finlandés. Lo cierto es que el tipo llamaba la atención, no sólo por su actitud espectral, sino también por su aspecto. Además de gordo era alto, muy alto. El pelo largo, lacio, rubio o canoso. Tendría unos cincuenta años. El rostro pálido, cubierto, en parte, por una barba grisácea que era lo más parecido a las cenizas de un fuego recién apagado. En ningún momento abrió los ojos, sin embargo, con cierta frecuencia movía la boca, una boca dura que podía recordar a un ladrillo en miniatura. Llevaba puesta una chaqueta de pana marrón, con piel de borrego poblado de manchas en el reverso. Por las mangas de la chaqueta asomaba un suéter gris desgastado que le cubría las manos. También llevaba unos jeans de color rojo, cubiertos de suciedad y pintura reseca. Calzaba unos zapatos agujereados que dejaban entrever alguno de los dedos de sus pies. Kori estuvo un rato observándolo, y cuanto más lo miraba más curiosidad sentía por saber algo acerca de él, por asomarse, aunque sólo fuese un poquito, a la realidad de aquel ser insólito, andrajoso y descomunal que seguía ahí, tirado en la calle, con los brazos y las piernas formando una cruz desproporcionada bajo la tácita sombra del cielo, como si se le hubiese paralizado todo el cuerpo a excepción de la boca, que seguía con ese leve y extraño movimiento, como intentando decir algo.
Nunca hables con desconocidos, decía la madre de Kori cuando ésta era una chiquilla. Por supuesto, jamás le hizo caso. Hablaba con todo el mundo, se interesaba por la gente y por las cosas que la rodeaban. En cierto modo, Kori, con veinticinco años, seguía siendo la niña alegre y extrovertida que tantas preocupaciones generó en el núcleo familiar. El paso del tiempo no había hecho más que reforzar su personalidad, amén de proporcionarle un físico imponente, un atractivo al estilo estrella del cine francés de los 70, con una mirada sagaz que expresaba locura y comprensión; una mirada como un láser capaz de abatir a cualquier hombre. Un láser triturador de corazones.
El hombre gordo movía los labios y al fin volvió a pronunciarse. A una frase indescifrable mascullada entre dientes le siguió una especie de sollozo ahogado. Tenía la voz penetrante y ronca. Esta vez, Kori pensó que seguramente el tipo estaba inmerso en un mal sueño. Titubeó durante un instante y avanzó unos pasos, sigilosa, con el propósito de llegar a entender alguna palabra, tratando de averiguar algo más; pero al cabo de unos segundos volvió el silencio. Decidió, sin perder de vista al hombre, que ya era hora de volver a casa. Entonces él abrió los ojos, los tenía transparentes y henchidos de horror. Se miraron fijamente y, acto seguido, el hombre se puso a entonar, enloquecido y con voz rota, lo que parecía un himno nacionalista o una canción delirante. Kori, desconcertada tras el susto, empezó a caminar muy deprisa, escuchando mientras se alejaba, los cánticos infernales de aquel tarado; y los ecos de su conciencia deslizándose como un chiflido cortante le rasgaban el cerebro.
Cuando Kori llegó a casa eran las cuatro de la mañana. Yo me había quedado dormido en el escritorio, sentado con los brazos extendidos sobre el teclado del ordenador y la cabeza postrada en un diccionario de uso del español de María Moliner. Durante horas, había tratado de escribir un relato que hablaba de un campesino que se reencarnaba en perro. Este señor, bajo la piel de un esbelto bodeguero andaluz de siete meses, un día olvidó su infancia canina por completo; entonces empezó a recordar su otra vida: primero la imagen de una mujer mayor que era incapaz de estarse callada. Siempre hablaba con dulzura, aunque el receptor de sus argumentaciones fuese un mueble. En la mente del perro aparecía la mujer parloteando, encorvada frente a una máquina de coser, con los ojos bien abiertos. Esos ojos le revelaron la imperecedera humanidad de su vieja madre. Sin duda, era ella. Luego se fijó en los labios tan finos, y casi podía olfatear el aliento de su madre congelado en el aire de una habitación blanca. Después de eso los recuerdos de su pasado fueron en aumento, y el animal vagaba, sin saber cuánto tiempo había pasado desde su muerte (aunque intuyendo que mucho), alrededor de las casas de campo del interior de Castellón; buscando a su familia. Pero mi mente estaba seca, y cada frase construida me parecía peor que la anterior; así que continué insistiendo, lo más probable que por aburrimiento, sin perspectivas de que de ahí saliese algo decente, hasta quedarme dormido. Kori me guió hasta la cama, contándome su encuentro con el vagabundo, pero yo escuchaba su voz a lo lejos, como el monótono chisporroteo de un televisor con nieve en la pantalla. Seguí durmiendo.
A la mañana siguiente desperté a carcajadas. Había tenido un sueño que recordaba con claridad. Un buen amigo me explicaba su proyecto: la creación del diccionario de la mentira. Se trataba de un vasto número de páginas con un listado absurdo donde todas las palabras serían inventadas, y sus correspondientes definiciones absolutamente surrealistas. ¿Y eso es un diccionario?, pensé, es una gilipollez. Mi amigo me leyó la mente y dijo –no sólo es un diccionario, es el diccionario de los diccionarios. Dentro de ese ejemplar holgado de falsedad, mucha gente tropezará con la verdad absoluta-. No quise preguntarle nada, y como yo a mi amigo lo respeto pues le dije que sí, que es un diccionario, punto. Entonces, me proponía participar, ayudarle en la elaboración del diccionario de la mentira, y enseguida nos pusimos a escupir palabros abruptamente y a partirnos el culo de risa. Mientras hablábamos, recuerdo que íbamos caminando por el centro de Valencia, por un Barrio del Carmen distorsionado, en donde las callejuelas, de pronto, se habían transfigurado en amplias avenidas. Si pude reconocer el barrio sólo fue porque los bares de siempre seguían allí. En algún momento nos pusimos a correr. No recuerdo qué nos impulsó a hacerlo. Aunque en realidad no estábamos corriendo, sino trotando a cuatro patas. Éramos dos ponis escuálidos o dos cachorros de galgo trotando a cámara lenta por las calles del Carmen. Y mientras avanzábamos como en una secuencia cinematográfica, hablábamos del diccionario de la mentira, hacíamos rimas estúpidas, contemplábamos nuestros cuerpos de galgo, las cuatro patas alargadas que nos conducían hacia algún lugar remoto; y entonces nos poníamos a reír sin abandonar el trote que por momentos se asemejaba, o quizás se trataba de la felicidad.
Después dejamos atrás la ciudad. Seguimos trotando durante unos instantes por un suelo de tierra seca y piedras. Ya no quedaba edificios y el camino era cada vez más ancho, más abierto. Llegamos a un lugar montañoso donde había un cementerio, un monte lleno de cruces en mitad de la nada. Mi amigo se tumbó a la sombra entre unos arbustos y yo también me tumbé, avistando el paisaje, pensando en la frase echarse al monte, que significa huir, escapar de alguna situación comprometida o difícil. Después de unos momentos de confusión, uno de los dos, no recuerdo quién, dijo algo; pronunció unas palabras que tampoco consigo recordar. Y empezamos de nuevo a reírnos como los perros que en aquél momento éramos.